El
próximo domingo 16 se celebrará en la Argentina el Día del Padre. La fecha,
independientemente de la significación que tenga para cada uno de nosotros,
encierra una dosis altísima de emociones, vivencias, vínculos y recuerdos.
Por
esto mismo, desde el portal de la Municipalidad hicieron público el homenaje
reproduciendo el siguiente relato de la autoría de Antonio Dal Masetto,
reconocido escritor saltense de origen italiano a quien agradecemos por
permitirnos difundir el texto:
Cuando pienso en mi padre me vienen a la
memoria los regresos a casa, al terminar nuestra jornada de trabajo. Volvíamos
de noche, él en bicicleta y yo trotando. Corría a la par, a veces me atrasaba
un poco y luego lo alcanzaba. La bicicleta era de mujer, el asiento estaba demasiado bajo y mi padre,
un poco echado hacia atrás, pedaleaba despacio por la calle de tierra. Estoy
seguro de que no hablábamos. En realidad
tengo la impresión de que nunca hablábamos. Si intentara recuperar algún
diálogo con mi padre me resultaría imposible. Sólo frases sueltas. Esto de los
regresos ocurría en Salto, el pueblo de la provincia de Buenos Aires donde
fuimos a vivir cuando emigramos de Italia. Un hermano de mi padre estaba en la
Argentina desde antes de la guerra y le había ofrecido una participación en su
carnicería. Yo tenía doce años.
Recorrimos ese trayecto durante meses y
meses. Con frío, con calor, con lluvia. Después de tantos años, la memoria
rescata una única carrera nocturna que las resume a todas. Esa imagen siempre
vuelve y se impone sobre los demás recuerdos. Aunque son muchas, nítidas y fuertes las imágenes que tengo de
mi padre. En general de la época de mi niñez, en el pueblo italiano, antes del
largo viaje en barco a través del océano. Podría intentar hacer una lista y
creo que no acabaría nunca. Ahí está la figura de mi padre, oscura y quieta bajo una nevada, esperándome
en el portón del colegio de monjas al que yo iba. Mi padre guiándome por un
atajo, a través de una colina que dominaba el lago, hasta llegar a la
desembocadura de un río donde nos deteníamos a pescar. Mi padre caminando cauteloso unos pasos
delante de mí, en los bosques que comenzaban más allá de las últimas casas:
bajo el brazo llevaba la escopeta belga
de dos caños de la que estaba orgulloso. Mi padre cortando pasto desde el
amanecer hasta el anochecer, en el campo de un terrateniente, parando unos
segundos para sacarle filo a la guadaña, secarse el sudor de la frente y tomar
un trago de agua. Mi padre vaciando la letrina con dos baldes colgados en los
extremos de una larga vara de madera que se cruzaba sobre los hombros. Mi padre
abonando los surcos de la huerta con el contenido de esos baldes. Mi padre
hachando troncos, apretando los dientes y soltando un soplido ronco en cada golpe.
Mi padre llegando a casa de noche, con un pino para el árbol de Navidad,
seguramente arrancado de algún lugar prohibido. Mi padre emparchando la cámara
de una bicicleta. Mi padre con el torso desnudo, afeitándose en el patio,
frente a un espejo colgado de un clavo,
explicándome por qué había dos zonas de la cara que necesitaban ser
enjabonadas más que el resto. Mi padre fabricándome una flauta. Mi padre
lavando una oveja en el arroyo para luego esquilarla. Mi padre realizando
trabajos de albañilería, de carpintería. Mi padre sembrando, cosechando,
pisando la uva para hacer vino, injertando frutales. Teníamos un ciruelo que
daba frutos amarillos en una rama y rojos en otra. Un peral que daba peras de
diferentes estaciones. Yo estaba asombrado con
tantas habilidades. Aquel hombre sabía hacer de todo. Parecía que nada
tuviera secretos para él.
Mi padre era un montañés callado y
tímido. Pero podía irritarse y mucho. Una vez
lo vi perseguir a un tipo por la calle hasta que el otro saltó por
encima de una cerca que daba a un barranco y escapó. Se trataba de una disputa
entre vecinos. No recuerdo la razón o nunca la supe. Tengo una imagen muy clara
de esa violencia al aire libre. Todavía me parece oír el jadeo de los dos
hombres corriendo. Me pregunto qué hubiese pasado si mi padre lo alcanzaba.
Con nosotros nunca se enojaba. Nos
quería y nos respetaba. Pocas veces tuve oportunidad de aplicar tan
adecuadamente la palabra respeto. De él, sin duda, heredé la inconsciencia y la
tozudez. Estoy pensando en la actitud de mi padre durante la guerra. Trabajaba
en una fábrica de gas y a veces su turno terminaba en la mitad de la noche. De
nada servían los ruegos de mi madre y los consejos de sus compañeros. Volvía a
casa sin esperar que amaneciera, desafiando el toque de queda y las balas,
porque quería dormir en su cama, era su derecho, y no existían Hitler o
Mussolini o guerra que se lo impidieran.
Partió para América en 1948. El día de
la despedida reía, bromeaba, se lo veía de buen humor, pero a mí me pareció que
lo hacía para darse ánimo y cubrir el desconcierto. Recuerdo el reencuentro en
el puerto de Buenos Aires, pasados dos años de separación, su abrazo torpe y
sin palabras. En el viaje en tren a través de la llanura invernal, rumbo al
pueblo, tampoco habló demasiado. Iba sentado junto a mí y su brazo se mantuvo
rodeándome los hombros todo el tiempo. De tanto en tanto sus dedos se
comprimían para darme un apretón.
Después vino el trabajo a su lado, en la
carnicería, donde aprendí la recorrida de los clientes antes de memorizar la primera media docena de palabras en
castellano. Salía al reparto a la mañana y a la tarde y, cuando terminaba,
ayudaba en el negocio. Siempre había algo que hacer. Limpiar la picadora de
carne, la sierra eléctrica, lavar el piso, pelar ajos para los embutidos, darle
agua a los animales. Empecé a jugar al fútbol en la sexta división del Club
Compañía General. Estaba contento con los botines, el pantaloncito y la
camiseta que me habían dado y podía llevarme a casa. Los partidos eran los
sábados después de mediodía y a veces llegaba con un poco de retraso al
trabajo. Entonces, durante toda la tarde, vivía en un clima de acusaciones
silenciosas. Las acusaciones provenían de mi tío y mis dos primos. Mi padre no
me decía nada. A lo sumo rumiaba una frase en voz baja cuando me veía aparecer
corriendo. Se sentía obligado con su hermano mayor que lo había traído a
América, y la deuda me incluía. Estoy seguro que esa dependencia lo amargaba.
Pero no podía hacer nada y guardaba silencio. También en el reducido territorio
de aquel negocio éramos extranjeros y había que ganarse el espacio y soportar
las humillaciones cuando llegaban. Yo intuía que mi padre hubiese deseado un
destino distinto para mí.
Una noche, cinco años después de la
llegada al pueblo, emprendí otro viaje. Partí a descubrir la ciudad. A esta
altura mi padre se había separado de mi tío y había instalado su propia
carnicería. No le iba bien. Mi padre no era el mismo de antes. América lo había
golpeado. Yo no estaba con él en el negocio nuevo. En los últimos tiempos había
trabajado de cadete en una farmacia. Me fui sin que lo supiera. Mi madre y mi
hermana me vieron dejar la casa porque se despertaron mientras yo preparaba la
valija. No lograron retenerme y tampoco se animaron a llamar a mi padre. Ignoro
cuanto pudo dolerle aquella huida. Nunca me la reprochó. Después, en los
espaciados regresos al pueblo, me
encontraba con pequeños cambios en la casa. Algunas comodidades en el baño, en
la cocina. Me enteré que una vez, al comprar un calefón, mi padre comentó:
“Para cuando venga Antonio”. Por lo tanto pensaba en mí con cada mejora.
Cuando murió, yo estaba lejos. Una
enfermera iba a aplicarle inyecciones día por medio. La última fue un sábado.
La enfermera se despidió hasta el lunes. Mi padre dijo: “Vamos a ver si
aguantamos hasta el lunes”. No aguantó. Sé que en el final preguntó por mí.
Llegué al pueblo el día posterior al entierro. Venía desde Brasil, viajando en
trenes y en ómnibus. En la puerta encontré al
marido de mi hermana que me dijo: “Papá murió”.
Muchos años después de su muerte,
mientras mirábamos unas fotos, oí a mi hermana murmurar: “Qué hermoso era
papá”. Nunca había pensado en eso. Eran fotos de sus veintisiete años, tenía a
un chico de meses en brazos, estaba
tostado por el sol y se le notaban los músculos bajo la camiseta clara. Se lo
veía feliz. El chico era yo.
De tantas cosas relacionadas con mi
padre me acuerdo especialmente de
aquellos regresos a casa después del trabajo. Eran siempre noches
grandes, cargadas de estrellas y de silencio. Así las veo.
Avanzábamos a través de un decorado de
casas mudas y luces fantasmales en las ventanas y en los patios. Yo me sentía
extraviado en esa oscuridad y la sensación no me gustaba. Quería llegar rápido,
para que pasara la noche, y luego el
día, y otra noche y otro día, hasta que el cerco de las noches y los días se
rompiera. ¿Y mi padre? ¿Qué pensaba? ¿Qué significaba para él ese tránsito entre la agitación de la jornada y la promesa
del descanso? ¿En qué medida mi presencia le servía de compañía, de incentivo,
de alivio? ¿Me vería como yo me veo ahora en el recuerdo? Lo que veo es un
cachorro impaciente, agazapado en el
fondo de sí mismo, esperando su oportunidad para dar un salto. Mi padre pedaleaba
y yo trotaba a su lado. No teníamos otra referencia que el foco de la bicicleta
alumbrando un óvalo de tierra,
hipnótico, surgido como desde un sueño, renovándose en una calle que
podría no tener fin. Esa luz mínima
marcaba el camino y finalmente nos
sacaba de la oscuridad. Nos guiaba a la
mesa familiar preparada para la cena, a los rumores de las sillas arrastradas
sobre el piso de ladrillos y de los
cubiertos en los platos. Pero durante ese trayecto permanecíamos lejos de todo. Ahí estábamos solos
y estábamos juntos. Nos movíamos en una zona de vacío entre un mundo que ya no existía, perdido del otro
lado del océano, y este otro que se proyectaba en los días futuros y estaba
hecho de necesidades e insatisfacciones y furias contenidas y esperanzas
obstinadas.