Opinión

La vuelta de los cacerolazos

La protesta no carece de legitimidad, aunque algunas consignas deberían ser revisadas con la tranquilidad que imponen los días.
La protesta no carece de legitimidad, aunque algunas consignas deberían ser revisadas con la tranquilidad que imponen los días.

Por Nicolás Poggi, corresponsal de NOVA en la Casa Rosada.

Lo primero que hay que decir es que el Gobierno tensó demasiado la cuerda con la clase media. En su afán por no perder el rumbo de sus políticas sociales y de fortalecimiento del mercado interno, sobre todo por el contexto de crisis internacional, subestimó los efectos que ciertas medidas podían tener en el sector mayoritario de la sociedad argentina. El resultado fue una movilización multitudinaria en la Plaza de Mayo y las principales ciudades del país, con reclamos heterogéneos que van desde los más atendibles a los completamente desestimables.

La protesta no carece de legitimidad, aunque algunas consignas deberían ser revisadas con la tranquilidad que imponen los días transcurridos. Es válido y auspicioso que la sociedad se movilice por la inseguridad, la inflación, la corrupción enquistada en el poder político y las erráticas cifras del Indec, aunque se impone llamar la atención sobre pedidos como el de “libertad”.

En el fondo, lo que pareciera haber terminado de empujar la irrupción de los nuevos cacerolazos fueron las restricciones al dólar. Detrás de cada proclama libertaria subyacía la irritación por no poder acceder a la moneda internacional, determinante para los sectores con capacidad de ahorro y más aún para quienes, con legítimo derecho, pretender viajar al exterior. De poco sirvió que Cristina Kirchner explicara por una de las denostadas cadenas nacionales las razones por las que el Estado escatima el billete verde, una medida coyuntural hasta volver a equilibrar la balanza. El malestar estalló.

Dejando a un lado la discusión por los derechos vulnerados en materia cambiaria, habría que examinar cuáles son las libertades que faltan en un país donde la libertad de expresión es plena y la democracia goza de buena salud. Fue la propia sociedad la que constituyó la conformación de una mitad del actual Congreso cuando la primera mandataria resultó reelecta con el 54 por ciento de los votos en octubre pasado, incluso imponiéndose por primera vez en distritos adversos para el kirchnerismo como la Capital Federal, epicentro del último cacerolazo. Reclamos como el de la “soberbia” o el uso de la cadena nacional apuntan a las formas presidenciales, y las acusaciones de una supuesta “dictadura” no resisten el menor análisis.

Por otro lado, el kirchnerismo en todas sus líneas deberá revisar las consecuencias de haber salido a fogonear una eventual “re-reelección” de Cristina. Es más, es posible que después de esto el tema quede suspendido o sea directamente abortado. La incertidumbre es la única sensación perceptible en estos silenciosos días posteriores.

Párrafo aparte, como siempre, para la oposición, que trata de juntar los pedazos sueltos del desastre. Ni Patricia Bullrich ni Eduardo Amadeo ni el rabino Sergio Bergman, que se mezclaron con el fervor popular, van a poder capitalizar algo. Mucho menos dirigentes como Francisco De Narváez, que hoy dicen que la Presidenta les da “vergüenza” y parecen haber olvidado su propia campaña del año pasado, luego de las primarias: con la victoria de CFK asegurada, el “Colorado” llegó a plantear sutilmente que, en la provincia de Buenos Aires, “ella también necesita un cambio”.

De todos modos, a simple vista pareciera que el Gobierno no va a hacer concesiones al sector alzado. No habría cuáles. ¿Va a flexibilizar el acceso al dólar? ¿Le hará bajar algunos decibeles a la AFIP? El kirchnerismo nunca fue de ceder, y menos en momentos de crisis. El conflicto por la 125 y la derrota en las legislativas del 2009 lo demuestran. Aunque es prematuro decirlo, todo indicaría que la división se va a profundizar. Y, una vez más, las urnas serán soberanas.

Las palabras de Juan Manuel Abal Medina tampoco parecen contribuir a apaciguar la tensión. A la clase media argentina, que también es trabajadora, no sólo le importa Miami. También contribuye a la marcha del país con su labor diaria. Sería preocupante que el jefe de Gabinete reflejara el pensamiento de la Presidenta.

La última reflexión, acaso arriesgada, es por la apelación a las cacerolas. Apartando las discusiones circunstanciales, este país no es el mismo que el de 2001. Así como los piquetes son el símbolo de una Argentina que trabajosamente se ha dejado atrás –y esto en palabras incluso de un intendente del Conurbano que se manifestó en contra de esa modalidad de protesta en los tiempos que corren-, las cacerolas también deberían ser el signo de un pasado que nos costó demasiado caro. El Gobierno está obligado a tomar nota de lo que pasó y acaso a reinventarse en su relación con los sectores medios, entre los que también tiene votantes. Pero la calidad del reclamo es distinta.

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